Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

martes, 12 de octubre de 2010

Jóvenes e inocentes (Final)


(Imagen: "Viejas Zapatillas" de Mauro Alberto Cano)


Cuando Laura llega a su destino empieza a lloviznar suavemente. Deja la moto en un callejón poco transitado y le pone el candado, se cuelga la mochila a la espalda y sube la capucha de su sudadera, se la regaló el Chori cuando fueron al festival de Benicasim, él tiene otra idéntica. Echa a andar en dirección a la parada del autobús dando un pequeño rodeo por las calles aledañas para hacer tiempo.

– ¡Eh! Malena ¿qué haces por aquí?

El rostro de la chica refleja sorpresa y curiosidad cuando al doblar una esquina se encuentra de frente con Laura.

– Perdona, no te había reconocido ¿de qué vas disfrazada?

– ¡Jajajajajaj! Es la ropa de faena, pero no me has contestado ¿te has perdido por este barrio?

– No, no me he perdido, vivo aquí.

– ¡Joder! tía, si pensaba que vivías por nuestro barrio, y ¿cómo coño vas todos los días hasta el Cervantes? Está un rato lejos.

– En el bus ¿cómo quieres que vaya? Lo que no me explico es qué haces tú tan lejos de casa y en “ropa de faena”.

– ¡Ah! Mi abuela vive aquí cerca, al otro lado del río para ser exactos. Bueno, ahora la casa está vacía, ella está pasando una temporada en casa de su otra hija, en Mallorca. Mi madre me ha dado permiso para celebrar mi cumpleaños en la casona, pero… ¿no te lo dicho el Chori? Es el próximo sábado, le dije que estáis los dos invitados… será capaz de haberse olvidado.

– Ya, pues no, la verdad es que no me ha dicho nada.

– No hagas caso, ya sabes como es.

– Oye, verás, quería darte las gracias por hablar con él.

– ¿Te lo ha dicho?... será mamonazo.

– Sí, me lo ha contado mientras comíamos en el burguer. Muchas gracias. Creo que te había juzgado mal, lo siento.

– No tiene importancia. Es normal, tía, seguro que pensabas que estaba celosa o algo así ¿no? Puedes estar tranquila, el Chori está bien para una temporada, pero no es el tipo de hombre con el que me apetece comprometerme, ya sabes, mucho músculo y poco cerebro… ¡uy! Creo que me he pasado, me olvidé que ahora es tu chico. Pero en el fondo es un buen tío.

– No me has dicho qué vas a hacer a casa de tu abuela.

– Nada, vine a dar un vistazo, hace más de un mes que la casa está cerrada y no quiero encontrarme con alguna sorpresa… ratas o algo así. El sábado por la mañana vendré a limpiar un poco y a prepararlo todo para la fiesta. Bueno, pues nada, ya nos veremos mañana. Me voy antes de que me arrepienta, me da un poco de yuyu pasar el puente a estas horas, ya ha oscurecido… ¡este puto invierno!

– ¿Quieres que te acompañe?

– No, tía, tranquila, que ya es tarde y seguro que te esperan en casa.

– Mi madre no vuelve del trabajo hasta las once, va, te acompaño y seguimos charlando.

– Como quieras ¿hay forma de convencerte para que te vayas a casa?

– Ni modo.

– ¡Jajajajajaja! Me encanta esa expresión.

Laura y Malena echan a andar entre risas. A lo lejos ya se divisa la silueta en sombras de la larga pasarela que atraviesa el río de lado a lado. Ha dejado de llover, y la oscuridad se hace más palpable al alejarse de las calles más concurridas del barrio. Caminan lentamente, hablando en voz baja. Entre el silencio que envuelve sus pasos, se distingue claramente el sonido del agua, el río está cerca.

– No me gustan los ríos – dice Laura, asomándose a la barandilla. Abajo las aguas oscuras continúan su camino hacia el pantano.

Están solas en mitad de la pasarela.

– ¿No te gustan o te dan miedo? – pregunta Malena no sin cierta sorna.

– No se. Cuando era pequeña y veníamos a ver a mi abuela, siempre quería que mi padre me cogiese en brazos y me sentase en la barandilla. Un día me resbalé y a punto estuve de caer al agua, me libré por los pelos. Mi madre se puso histérica y casi le pega a papá… mira, fue aquí mismo.

Se asoman las dos en el punto indicado por Laura.

– La verdad es que así, de noche, da un poco de miedo – reconoce Malena.

– ¡Joder! maldita zapatilla, ya se me ha vuelto a desatar.

Se agacha fingiendo atarla mientras aprovecha para dar un vistazo a lo largo de la pasarela y comprobar que no hay nadie a la vista. Rápidamente extrae del calcetín la llave inglesa que cogió en el garaje, mira un segundo hacia arriba y ¡zas! Se levanta de un salto y golpea con fuerza la cabeza de Malena, que cae apoyada sobre la barandilla. Le resulta fácil entonces agarrarla por los pies y empujarla por encima de la pasarela. Escucha el chapoteo del cuerpo al entrar en el agua. Luego tira la llave al río, todo lo lejos que puede. Da media vuelta y se aleja.

Respira acompasadamente intentando tranquilizarse, parece como si el corazón quisiera saltar del pecho, late con rapidez y siente una especie de angustia que le oprime el pecho. Tranquila tía, piensa, ya está hecho, esa mosquita muerta recibió su merecido y al Chori le esperan unos días algo complicados. Cuando llega hasta el callejón donde dejó la moto, su pulso late regularmente. Es al poner el pie en el pedal cuando distingue unas manchas rojas en la zapatilla ¡mierda! piensa, la sangre de esa zorra ha debido salpicarme. Por un momento parece confundida. Sonríe cuando su vista tropieza con un contenedor de la basura al final de la calle. Camina hasta él, se descalza, y tira allí las zapatillas. Volverá a casa sin ellas, las manchas de sangre son difíciles de limpiar y no quiere tener que responder las preguntas de su madre. Comprará otras iguales con el dinero que le dio su padre antes de que ella se de cuenta. Arranca la moto y sale de allí conduciendo despacio. Todavía tiene cosas que hacer, mañana toca examen de mates y se ha propuesto sacar una buena nota, se acabaron los días del Chori y gentuza como él, ella es distinta y se merece algo mejor.

Cuando el callejón se queda en silencio, la mujer se levanta del rincón donde estaba acostada. La chica tiró algo en el contenedor y quiere mirar lo que era, se encuentran tantas cosas de provecho en la basura. Su boca desdentada se abre con sorpresa al sacar aquellas zapatillas, están un poco manchadas pero le calentarán los pies, las que lleva están llenas de agujeros y siempre le entra el agua cuando llueve. Las mete bajo el brazo y vuelve a su rincón, rezando para que no le estén pequeñas.

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