Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

jueves, 12 de febrero de 2009

De principios y finales

Dicen que todo tiene solución menos la muerte, y debe ser verdad porque armándose de un poco de paciencia y con la ayuda del paso inexorable del tiempo, los problemas empiezan a parecer menos graves. A veces porque se encuentra la solución adecuada para ellos, y otras porque acabamos adaptándonos a esas situaciones, sobre todo si contamos con el apoyo y la ayuda de los que nos quieren. Y en eso yo tengo mucha suerte.


Y bien, si alguien estaba frotandose las manos pensando que por fin se había librado de mi, ya puede ir quitándose esa idea de la cabeza, porque será dificil hacerme abandonar este patio y ese vicio de torturar con mis historias a los ingenuos lectores que pasan por aquí.


Para corroborar mi afirmación, os dejo un viejo relato que escribí allá por el 2005 (señor, cómo pasa el tiempo) mientras acabo de escribir el último cuento que mi cabecita anda imaginando.


Sed bienvenidos, de nuevo a mi Patio.




De principio y finales

Esta situación tiene que acabar- fue el primer pensamiento de Merche al despertar aquella mañana de principios de verano. Bueno, lo de despertar era un modo de hablar, porque realmente no había conseguido conciliar el sueño, como casi cada noche, desde hacía algún tiempo.

No llegaba a entender cómo podía mantenerse en pie y acudir al trabajo cada día. No dormía, y comía lo justo para no desmayarse, por lo que la ropa se le quedaba grande por momentos. No podía olvidarle, era del todo imposible. Durante el día, miles de detalles la llevaban a pensar en él, y por la noche, su mente no dejaba de imaginar situaciones en las que volvían a encontrarse.
Permanecía allí, postrada en la cama, sin fuerzas par levantarse y empezar un nuevo día. Evocaba, una y otra vez, aquella noche mágica en que hicieron el amor. Sólo una. Él había sido el amante más experto y el más cándido, al mismo tiempo. Pero no era esa la razón por la que su recuerdo no la abandonaba. No. Ya había tenido antes buenos amantes. Era algo inconcreto, que ella se negaba o no sabía nombrar. Era una especie de posesión, como si se le hubiera metido dentro y anduviera corriendo por la sangre, impregnando todas sus vísceras con una potente droga que la hacía padecer un terrible síndrome de abstinencia.

No hablaron de amor, ni de volverse a ver. No hablaron de seguir con esa extraña relación, ni tampoco de acabar con ella. Todo había quedado en el aire, sin promesas ni despedidas. ¿Y qué podía hacer ahora?.

Durante un tiempo, habían seguido hablando y escribiéndose de vez en cuando. Pero, sin ella conocer el motivo, él fue alejándose poco a poco. Sin explicaciones. No hubo ruptura, continuación, ni reinicio.

No podía echarle nada en cara porque, al fin y al cabo, nada se prometieron. Quizá, solo ella se había hecho ilusiones. Ilusiones sin consistencia, fruto de su deseo. Ilusiones que, como un castillo de naipes, cayeron desparramadas con una pequeña brisa que entró por su ventana.

Se mira en el espejo y casi se asusta de su propio aspecto. Sus ojos ya no tienen el brillo que los caracterizaba, ahora están hundidos y rodeados de negras ojeras. Están vacíos y muertos. En su desmejorado rostro, destaca la nariz afilada entre las hundidas mejillas. Se despoja de la bata que la cubre y continúa con su crítica mirada. Esta vez, está dispuesta a enfrentarse con su imagen. Siempre poseyó un bonito cuerpo, con curvas insinuantes, aunque no exageradas, que hacían la delicia de los hombres. Ahora, la delgadez había hecho mella en él: los pechos, que nunca fueron abundantes, aparecían colgantes y sin atractivo alguno; se le notaban las costillas; y sus piernas, que habían sido su orgullo, se veían delgadas en exceso.

Esta situación tiene que acabar- vuelve a pensar, y a falta de un consuelo mejor, se conforma con esta idea que parece fijarse en su mente por momentos...

Se mete bajo la ducha y deja que el agua se lleve por el desagüe las últimas huellas de sus caricias. Eso se imagina, eso es lo que quiere creer. Si pudiera desprenderse de su recuerdo tan fácilmente. Si pudiera abrir su corazón y rociarlo con gel de aroma de jazmín. Si pudiera, luego, apuntar en su centro el chorro de agua ardiente y acabar con cualquier sentimiento. Si pudiera...
Hoy quiere volver a estar guapa, tiene que recobrar su esencia, volver a vivir. Se maquilla despacio, intentando devolver a su rostro la alegría perdida por algún rincón olvidado, pinta de un rojo indecente sus labios carnosos. Abre el armario y elige un bonito vestido veraniego, lleno de grandes flores. Se sube en lo alto de sus sandalias preferidas, aún a costa de partirse la “crisma” en algún traspiés y sale a la calle.

La recibe una claridad cegadora, que hace que rebusque rápidamente en su bolso, las gafas de sol. Y echa a andar, tranquila y serena, respirando el aire ocioso de la ciudad en una mañana de sábado.

Mira, descarada, a la gente con la que se cruza, amparada tras sus gafas oscuras. Hace tiempo que no practica su juego preferido: observar las caras de los viandantes y adivinar su estado de ánimo. Últimamente siempre iba enfrascada en sus pensamientos, caminando como una autómata sin fijarse en nada. Ve una bonita terraza frente a la Alameda y se dirige hacia allí. Se sienta en una mesa dispuesta a disfrutar de un café bien frío.

Se entretiene observando a un anciano con buena planta que ojea el periódico, una joven mamá con dos niños pequeños que se pelean por su batido de chocolate, un grupo de jovencitas que ríen y charlan en voz alta, y cuya conversación le llega entrecortada por el ruido del tráfico de la ciudad, una pareja de enamorados que se come la boca como si sólo ellos habitasen el planeta. Instintivamente desvía su mirada, no quiere recordar.

Sus ojos se posan en un hombre que toma una cerveza en una mesa cercana. Su rostro le parece conocido y empieza a mirarle insistentemente. ¿De qué le conozco?- piensa. Sabe que jamás se equivoca tiene muy buena memoria para las fisonomías, el problema es que muchas veces no logra asociarlas a las personas que pertenecen. Se da cuenta, que él también la está mirando y empieza a esbozar una sonrisa. Él se está levantando de su asiento y se dirige hacia ella decidido. Entonces le reconoce.

- ¡Merche! ¡cuánto tiempo sin verte! ¿cómo estás?.
- ¡Álvaro! No te había reconocido. Lo siento, habrás pensado qué hacía mirándote con tanta insistencia.

Se besan en las mejillas. Álvaro es un antiguo amigo y amante. Tuvieron una relación no demasiado larga: él se enamoró, ella no. Así que, cuando las cosas empezaron a tomar visos de relación más estable, Merche salió corriendo. Durante algún tiempo, él insistió: la llamaba, quería verla; pero ella se negó de forma tajante.

Empiezan a hablar de viejos tiempos, de cómo les ha ido a cada uno la vida, de que estás muy delgada pero guapísima, de que tú también estás muy bien, de que ninguno de los dos se casó. Y mientras, Merche se pregunta ¿por qué se enamora siempre de quien no debe? ¿por qué no quiso a este hombre o a cualquier otro?. Y hace un repaso mental de su vida amorosa, mientras asiente y contesta a Álvaro, casi de forma automática. Piensa que ha tenido suerte con los hombres que la amaron, y ella se dejó querer, pero no se entregó, jamás se dio plenamente. Y la única vez que se enamora es de la persona equivocada. También tenía que tocarle a ella, y la vida se estaba cobrando ahora su precio. Sólo él, el que no puede olvidar, en una noche, borró de su mente todas las noches pasadas y futuras. Se hizo el dueño de su cuerpo y de su alma, y se siente impotente para echarlo de allí.

Álvaro está feliz por haberla encontrado, y ella decide que quizá es otra oportunidad que le brinda esta puta vida. En su interior, sabe que no es esa la solución, pero quiere sentirse amada, quiere saberse importante para alguien.
Deciden comer juntos y seguir recordando...

Y recuerdan. En el apartamento de Álvaro, ella vuelve a sentir sus suaves caricias, expertas y certeras, vuelve a percibir esos labios, esa boca ya olvidada, recorriendo su cuerpo, adueñándose de nuevo de sus recovecos, de su olor y sus jugos. Se siente recorrida por las corrientes de deseo, que como ríos desbocados confluyen en su centro vital, en el punto en que estalla el placer. La traspasa el amor que ese hombre siente por ella y le embarga la tristeza. No puede, no puede amarle.

Y está tendido a su lado, feliz, ignorante de los pensamientos que cruzan por la mente de Merche, que no ha podido dejar un momento de pensar en él, en el que no la abandona ni por un momento. Sintió miedo de pronunciar su nombre en el momento del orgasmo. Y calló. Se obligó a permanecer muda, jadeando, pero sin pronunciar palabra alguna. Se pregunta si es tanto lo que ella pide. No quiere promesas ni palabras de amor, sólo que le diga lo que siente, que le hable de sus miedos y de sus sueños. ¿Por qué le resulta tan difícil? Es, como cuando le haces a alguien un regalo, ilusionada, y el obsequiado lo abre, lo mira... y calla. Y el obsequiante se queda esperando expectante. Entonces, llegan las cavilaciones y como un detective analiza las pistas: un gesto, una sonrisa, una mueca. A veces, cuando se siente optimista, piensa que sí, que algo sentía por ella, que volverá a dar señales de vida, que la llamará. Otras, en los días grises, pierde toda esperanza y se maldice por capulla y gilipolla, y se pierde por negros túneles donde no luce el sol, mientras deja que la apatía se apodere de su alma.

Merche ha vuelto a casa, después de despedirse de Álvaro y quedar en llamarse. Enciende el ordenador y mira el correo: nada. Tampoco está conectado. Como una tonta vuelve a ojear el teléfono, con la liviana esperanza de no haberlo oído sonar. Se engaña, claro, y ella lo sabe.
Se queda sentada en la silla, con la vista fija en la pantalla, esperando quizá un milagro. Se acabó, piensa, voy a apagar este trasto y olvidarme de él. Le tiembla el pulso, pero está dispuesta a hacer. Y el corazón le da un vuelco cuando el cartelito le anuncia que acaba de conectarse. Al momento la ventana de conversación aparece con un “Hola”. Merche se queda mirando la palabra mágica y sabe que todo empezará de nuevo, mientras por centésima vez escucha una de sus canciones preferidas:

Ya estoy curado, anestesiado,ya me he olvidado de ti...Hoy me despido de tu ausencia, ya estoy en paz...Ya no te espero, ya no te llamo, ya no me engaño.Hoy te he borrado de mi paciencia,hoy fui capaz...Desde aquel día en que te fuiste,yo no sabía que hacer de ti.Ya están domados mis sentimientos.mejor así...Hoy me he burlado de la tristeza,hoy me he librado de tu recuerdo,ya no te extraño, ya me he arrancado,ya estoy en paz...Ya estoy curado, anestesiado,ya me he olvidado.
Te espero siempre, mi amor,cada hora, cada día, cada minuto que yo viva...
Te espero siempre, mi amor...Te quiero... siempre, mi amor...Se que un día... volverás...No me olvido y te quiero...
Te quiero siempre, mi amor

“Hola”, responde. Y sabe que su vida, como la canción, es una total contradicción.


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Descuida, a mi no vas a perderme con tanta facilidad, y más ahora con la red.
¿Por qué os rendís con tanta facilidad ante la candidez? Aunque después de todo nosotros lo hacemos de la misma manera.

Des dijo...

Quizá porque nos recuerda al niño que todos llevamos dentro.
Un abrazo, Pau.