Patio Casa Lobato

Imagen: Manuel García

martes, 29 de abril de 2008

Disyuntiva (AUTOR: JUANA CASTRO)



La tentación se llama amor

o chocolate.

Es mala la adicción.

Sin paliativos.

Si algún médico, demonio o alquimista

supiera de mi mal

cosa sería

de andar toda la vida por curarme.

Pues tan sólo una droga,

con su cárcel

del olvido me salva de la otra.

Y así, una vez más, es el conflicto:

O me come el amor,

o me muero esta noche de bombones.

(De Alada mía, Córdoba 1996)

sábado, 26 de abril de 2008

Acento


Imagen: Valery Velikof
Cabalgo sobre sus rodillas,
pelvis contra pelvis,
enlazadas las manos.
Enroscada en su sexo
empiezo el balanceo,
adelante, atrás,
adelante, atrás…
su voz llega lejana,
perdida entre las brumas del deseo…
“Aserrín, aserrán,
los maderos de San Juan,
los del Rey sierran bien,
los de la Reina también…”
Otra vez, otra vez…
y repite el estribillo sin descanso,
mientras arqueo la espalda
y rozo con la cabeza el suelo.
“Aserrín, aserrán…”
y sigue el juego…
“los del Rey sierran bien,
los de la Reina también”.
Y es la última tilde
un acento en mi sexo.
(Junio 2007)

martes, 22 de abril de 2008

Casa frente al mar

Imagen: Martín Gallego
Estoy sola en mi alcoba. No es la de siempre. Un buen amigo me dejó su casa de la playa para pasar unos días. No es la primera vez y necesitaba alejarme una temporada del ajetreo de la ciudad.

Adoro esta casa. Se encuentra situada frente al mar. Está rodeada de un gran porche al que se asoman todas sus estancias. Por la mañana, se inunda de luz y desde la cama puedo ver la salida del sol por el horizonte. Todas las habitaciones tienen grandes puertas cristaleras y yo siempre dejo entreabierta la de mi alcoba, para dormir y despertar con el rumor de las olas y el olor salado del mar.

Es raro que no esté en el porche, esperándome, mi viejo pescador. Viejo por el tiempo que hace que le conozco porque es un hombre de edad indeterminada. Y pescador porque… no sé por qué. Es alto y delgado. Luce una suave y descuidada barba, poco poblada, como si le diera pereza afeitarse. Y una melena, casi siempre recogida en una coleta, a la que el viento roba algunas mechas que hace volar alrededor de su rostro. A veces, se quita la coleta y lleva un gran turbante de colores que le regalé por Navidad. Vive en la casa más cercana a ésta, y no sé nada de él, ni siquiera su nombre o a qué se dedica, pero siempre está ahí, cerca, cuidando de mí.

Hace años, tuve una fuerte crisis nerviosa, y mi amigo me aconsejó que viniese aquí a pasar una temporada, sola y tranquila. Los primeros días no salí de la casa, me pasaba las horas tras los cristales, mirando el mar. Empecé a observar a un hombre que paseaba tranquilo por la orilla o se sentaba en la arena y dejaba pasar el tiempo. Con su andar lento y pausado me transmitía paz y serenidad. Por fin, una mañana, me levanté con ganas de salir, así que me fui a pasear por la orilla de la playa. Estaba allí sentado sobre una roca. Al pasar a su lado, lo miré sin hablar. Solo una ligera sonrisa se dibujó en nuestros rostros, al unísono. Cuando me cansé de andar, arriba y abajo, siempre seguida por su mirada, me desnudé y encaminé mis pasos hacía el mar. El agua estaba fría, era bien avanzado el otoño, pero siempre me gustó bañarme en pleno invierno, cuando de verdad se siente la grandeza del mar. No había cogido nada para secarme y salí tiritando de frío. Entonces allí estaba él, de pie, con una gran toalla entre las manos. No sé de donde la sacó, cuando pasé por su lado no la tenía y yo no lo había visto moverse de allí. Me acerqué, me rodeó con ella y me envolvió con su mirada. Aspiré su aroma a tabaco, café, leña y algas. Una rara mezcla que inundó mis sentidos y me invitaba a abandonarme en aquellos brazos.

Desde entonces, cuando me acuesto él se queda en el porche hasta que me duermo. Cuando despierto ahí está otra vez, mirándome. Supongo, que en algún momento, durante la noche, irá a su casa a dormir, para volver temprano por la mañana. Luego, espera a que yo salga de casa y me zambulla en el agua, observándome desde la orilla. Y cuando voy hacia él, está con la toalla preparada. Creo que es la misma del primer día y siempre parece nueva. Huele a limpia y es suave y esponjosa. Cuando termina de secarme, la retira. Yo cojo mi ropa y voy hacia la casa.

No hemos hablado nunca, pero no es mudo, lo sé. A veces, lo oigo canturrear alguna canción mientras espera. Ni me toca. Yo le observo intentando atisbar alguna chispa de deseo en sus ojos. Y lo hay, deseo contenido que no se traduce en actos. He intentado provocarlo. Me quedo parada frente a él, desnuda, cuando salgo del agua, con los pezones erguidos por el frío. Y siento su mirada pasearse por mi cuerpo que alberga tanto fuego en su interior que pienso que sería capaz de secarse por sí solo. Pero, no logro excitarlo. Y durante el día me encuentro preguntándome el motivo. Si fuese homosexual no me desearía, no, no creo que lo sea. Y le gusto, lo sé. Puede que sea impotente, pero eso no es problema para hacer el amor. Hay mil formas de hacerlo sin penetración. El caso es que yo miro sus manos y deseo que me acaricie. Y sus labios en mi boca y en mi piel, recorriéndome con besos húmedos. Y quiero sentirlo perderse en mi cuerpo. Y perderme yo en el suyo. Impregnarme de su aroma y llevarlo pegado en mi piel. Si me hiciera el amor… si me hiciera el amor sería capaz de dejarlo todo y quedarme siempre a su lado.

Miro hacia la ventana, al lugar donde siempre me espera, hoy vacío de su presencia. Y mi despertar no es tan dulce y sereno como otros días. Debo levantarme, tengo que levantarme y buscarlo, porque hoy no está, hoy no está…

Me he puesto un pantalón corto y una camiseta; y salgo descalza a la playa. La arena está fresca, es temprano y el sol aún no le transmitió su calor. Me doy cuenta que se está instalando en mí, una especie de congoja, de incertidumbre que no puedo entender. Y, poco a poco, mis pasos se van acelerando a medida que me voy acercando a su casa, para acabar, el último tramo, corriendo.

Antes de que me dé tiempo de llamar a la puerta, una mujer aparece en el umbral. Aparenta unos sesenta años y es todavía muy bella. Nunca la había visto, o quizá es que no me fijé en ella. Pero su mirada me hace comprender que ella sí que me conoce a mí, y siento que esperaba mi visita. Percibo una tristeza en sus ojos que hace que un temblor incontrolado se apodere de mí. Por un momento, los entorna, en lo que yo interpreto como una afirmación a la pregunta que, sin darme cuenta, se refleja en mi rostro. Se retira un poco de la puerta al tiempo que mira hacia la escalera que lleva al piso de arriba.

Paso por su lado y subo corriendo. Me encuentro con una gran sala-dormitorio que parece que ocupa toda la planta. Hay una gran cama, y, encima... mi toalla. Me abrazo a ella y percibo el mismo aroma de siempre. Así, con los ojos cerrados, me tumbo sobre la cama. No sé qué esperaba encontrar, pero está fría, huele a ropa lavada y sé que allí no voy a encontrar ningún rastro de él. Sí, es su casa, su habitación, su cama; pero no significa nada para mí.

Lentamente bajo las escaleras. La mujer está sentada en una antigua mecedora, al lado de una mesa redonda. Ha preparado café y espera que me siente a su lado. Lo hago, sin soltar la toalla que llevo apretada contra mi pecho. Su voz me sobresalta:

- Él te esperaba cada día. Salía temprano todas las mañanas y yo le veía dirigirse hacia la casa. Se sentaba en el porche o en la roca, y allí permanecía durante horas. Estaba enfermo y sabía que moriría pronto. Por las noches, oía sus pasos, arriba y abajo, por la habitación. Hace una semana, salió como siempre. Le esperé durante horas, pero ya no regresó. Preocupada, salí a buscarle. Lo encontré tumbado en la arena, con eso – y señala con la cabeza hacía mi pecho- abrazado. Estaba muerto. Lo incineramos y tiramos las cenizas al mar.
No, no temas, no soy su viuda. Era mi hermano pequeño. Puedes llevártela, al fin y al cabo, te pertenece. ¿Por qué no viniste antes? Él quería despedirse de ti.

Salgo de allí casi sin decir adiós. Tengo un dolor en el pecho que no me deja respirar. Siento como si mi corazón fuese a estallar de un momento a otro. ¿Por qué no viniste antes? ¿por qué? ¿por qué?... esa frase se ha clavado en mi cerebro y no puedo dejar de pensarla. Hace dos semanas que lo tenía planeado y a última hora otros asuntos me hicieron retrasar mis vacaciones.

- ¿Por qué coño no me esperaste? –grito sin saber a quien.

He llegado a su sitio de observación preferido. Dejo la toalla sobre la roca, me desnudo y voy hacía la orilla. Es un hermoso día; el sol ya luce, con todo su esplendor y yo, me sumerjo, poco a poco, en las cálidas aguas. Empiezo a llorar, por fin. Me voy adentrando en el mar que, cariñoso, acaricia mi cuerpo. Cierro los ojos y pienso en él.

Siento como sus brazos me envuelven y de nuevo, su aroma está aquí, conmigo. Acaricio su piel. No es rugosa, como yo creía. Un vello suave cubre sus brazos, sus piernas y su pecho. Me abraza más fuerte, me aprieta; y un deseo intenso se apodera de mí. Noto como mis jugos se mezclan con el agua salada y su mano fuerte y cálida acaricia mi sexo. He soñado tantas veces con él que esa leve caricia me vuelve loca. Está metiendo los dedos en mi vagina y yo estoy a punto de correrme, pero no, no quiero hacerlo. Quiero que me posea, que me penetre con su pene. Necesito sentirlo dentro de mí, aferrarme a su cuerpo. Retiro su mano y me mira con esa suave sonrisa de comprensión, de “sé lo que quieres, chiquilla”. Y es cuando su sexo se abre paso en mi interior. Y un calor casi insoportable, como un fuego abrasador, me inunda. Y grito. Y lloro. Y río. Y me diluyo en múltiples orgasmos de placer, mientras su sexo palpita y se vacía en mí. Y ahora sé que le amo como jamás amé a ningún hombre.

Me besa suavemente en los labios y me sabe a despedida.

Abro los ojos y miro a mi alrededor. Estoy sola, algo alejada de la playa. Miro hacia la casa, que ahora, se me antoja vacía y despojada de todo su encanto. Un pensamiento se va abriendo paso en mi mente.

Miro hacía el horizonte y me despido del sol que me deslumbra con su luz. Me sumerjo en el agua mientras abro la boca para recibir el beso de mil lenguas de sal que inundan mis pulmones y me transportan por un oscuro y mágico fondo marino donde sé que él me espera, en su roca, sentado, para secar mi cuerpo.
(Junio 2005)

domingo, 20 de abril de 2008

Diego Vasallo - La vida mata



(De Argantonio en Youtube)

De excursión


Hace unos días vi un cartel, no recuerdo dónde, en el que se anunciaba una excursión en bici de un grupo de ecologistas y amantes de este medio de transporte en particular. Se trataba de pasar un día al aire libre siguiendo una ruta por caminos entre pinares y pequeños pueblos del interior.
Me apetecía ir, la verdad, pero en un primer momento deseché la idea, soy muy inexperta pedaleando y estaba segura que terminaría agotándome en mitad del camino, eso contando con que llegase al menos hasta allí. Aún así no dejé de pensar en ello durante toda la semana.

La excursión era para hoy, así que ayer después de mucho pensarlo, le dije a mi marido que iba a participar, al tiempo que le invitaba a acompañarme. “Calla, calla” me dijo “menudo rollo todo el día dale que te pego, vete tú si quieres, aunque no te veo yo preparada para eso, llévate el móvil por si tengo que ir a buscarte con el coche”. Será idiota, pensé, eso fue más que suficiente para espolearme, si se había creído que no era capaz de hacer esa excursión estaba muy equivocado, ahora sí que estaba decidida, el muy sabelotodo se iba a quedar con un palmo de narices.

Lo que más me preocupaba era que tuviésemos que circular por algún tramo peligroso, con coches circulando cerca y todo eso, me siento insegura y capaz de meterme yo solita bajo las ruedas de algún conductor despistado. Me metí en internet y encontré la página web donde se anunciaba el evento y aparecía un teléfono de contacto. Llamé y pude enterarme del lugar de concentración y de la ruta que se iba a seguir. Una chica muy amable insistió en que no había ningún peligro ya que toda la marcha se hacía por senderos utilizados única y exclusivamente por caminantes y ciclistas. Respiré tranquila.

El único problema era desplazarme desde mi casa hasta el punto de salida, ya que me quedaba un poco lejos y tenía que circular por carretera, pero como mi bicicleta es plegable decidí ir hasta allí en el coche con ella en el maletero.

Cuando llegué al lugar previsto había una docena de excursionistas, más o menos, la mayoría conocidos entre sí pues se trataba de un grupo que tenía por costumbre reunirse cada dos o tres semanas para realizar salidas de este tipo. Yo me sentía algo cohibida temiendo hacer el ridículo en cuanto llevásemos unos kilómetros pedaleando, pero pronto empezaron a presentarse y animarme entre bromas y risas, hasta que me sentí algo más relajada.

Me colgué la mochila a la espalda y cabalgando mi Monty me sentí como una amazona sobre su yegua salvaje. La mañana era espléndida y según nos íbamos adentrando en el camino dejando a nuestras espaldas las últimas casas del pueblo, empezaba a animarme dejándome acariciar por la brisa y aspirando los aromas de árboles, flores y plantas que cada vez eran más abundantes.

La conversación era escasa, parecía que cada uno de nosotros avanzaba inmerso en sus pensamientos o disfrutando del paisaje. Delante de mí pedaleaba un hombre, Rafael, que volteaba a menudo la cabeza como queriendo asegurarse de que todo iba bien y yo seguía bien el ritmo. Nos sonreíamos un momento y él volvía a mirar hacia delante. Ahora que me fijaba bien, tenía un buen culo con aquel maillot ajustado. Y no sólo el culo. Debía tener más o menos mi edad, quizá algunos años menos, no muchos, pero se notaba que hacía ejercicio con asiduidad. Era delgado, con piernas fuertes y musculosas. Llevaba gafas de sol y como la mayoría de nosotros, una gorra cubriéndose la cabeza, así que no sabía cómo eran sus ojos ni su pelo. Creo que en una de tantas que se volteó hacía mi me sorprendió observando atentamente el movimiento de sus glúteos porque esta vez su sonrisa era divertida y algo pícara.

Empezamos a subir una pequeña cuesta que, poco a poco, se iba haciendo más empinada. Comencé a temblar, aquello iba a ser demasiado para mí. Me angustiaba la idea de tener que bajarme y subirla a pie, pero empezaba a costarme demasiado pedalear y no veía el momento de llegar hasta la cima. Fue entonces cuando Rafael se bajó de su bicicleta y esperó hasta que llegué a su altura. “Sigue, no te pares, me dijo, yo no puedo más, voy andando hasta arriba” Sabía perfectamente que me estaba mintiendo y que lo hacía para que no me sintiese mal. Me apeé agradeciéndole en silencio su gesto y echamos a andar, uno al lado del otro.

Al final de la cuesta, escondida en medio de un pinar, había una especie de monasterio, con una pequeña iglesia adosada y un campanario quizá demasiado alto para las dimensiones del conjunto del edificio. Allí hacíamos un alto en el camino del que partiríamos al lugar escogido para comer, a un kilómetro y medio aproximadamente de distancia.

La mitad del grupo se sentó en unos bancos de piedra a la sombra de los árboles, el resto nos dirigimos a la entrada del monasterio. Al atravesar la puerta un escalofrío hizo que se me erizase la piel, la temperatura debía ser unos cuantos grados por debajo de la que hacía afuera y la sensación de frescor era intensa. Seguimos por un pequeño corredor que comunicaba con la iglesia en la que admiramos algunos cuadros e imágenes colocados en capillas laterales e iluminados todos ellos por pequeñas velas que inundaban el lugar de luces y sombras temblorosas. En un pequeño rincón descubrimos una puerta por la que, siguiendo una enrevesada escalera de caracol, se subía a lo alto del campanario.

Rafael iba tras de mí cuando iniciamos la subida entre risas y empujones. Éramos cinco personas incluyéndonos a ambos. Al llegar arriba quedamos impresionados. La vista era magnífica, grandiosa, desde allí se podían ver pequeños pueblos desperdigados por la montaña, algunos estaban tan lejos que parecían casitas de juguete. En un momento en que dejé de deleitarme con el paisaje para ver por dónde andaban los otros, me di cuenta que Rafael se había medio escondido en un rincón detrás de las dos enormes campanas de hierro que ocupaban el centro de la torre. Los otros se disponían ya a bajar y se dirigieron a mí invitándome. “Luego os alcanzo, les dije, me quedo un poco más”.

Desde allí veía al resto del grupo que ya se estaban preparando para reemprender la marcha. Cuando llegaron los que nos habían acompañado a lo alto de la torre, subieron a las bicicletas y antes de partir saludaron con la mano. Al momento sentí la presencia de Rafael justo detrás de mí “¿Lo estás pasando bien?, susurró en mi oído” Asentí. La brisa refrescaba mi rostro, mientras que por detrás sentía su aliento quemándome la nuca.

Luego fueron sus brazos los que rodearon mi cintura apretándome contra su cuerpo. Sus labios se posaron en mi cuello y la lengua se perdió tras de la oreja. Sentí como crecían mis pezones haciéndose visibles a través de la camiseta y un temblor me subía por las piernas hasta humedecer mi sexo. Sentía el suyo crecer y endurecerse a medida que crecían sus caricias. Me di la vuelta y asalté su boca sin recato apretándome contra él. Le quité las gafas de sol para perderme en sus ojos impregnados de deseo. Me separó de aquella especie de pequeñas almenas y me llevó al rincón detrás de las campanas. No se cómo fue que en un momento estábamos los dos medio desnudos rodando por el suelo. Se sentó apoyando su espalda contra el muro y yo, de pie, fui acercando mi sexo hacia su boca que permanecía abierta esperando su alimento. Cuando mis ganas iban a estallar con su lengua lamiendo, perdiéndose en mis pliegues, me prendió las caderas y con un movimiento certero me sentó sobre su sexo henchido y tembloroso que se deslizo entero quemándome por dentro. Cabalgué sobre él con movimientos rítmicos al tiempo que mi lengua se hundía en su jugosa boca. El inesperado tañer de las campanas apagó nuestros gritos de placer cuando a los dos nos sorprendió el estallido final de un fuerte orgasmo.

Después de arreglarnos la ropa y tranquilizarnos un poco, bajamos de la torre y fuimos en busca del grupo que estaba cerca de allí dando buena cuenta de los bocadillos que cada uno portaba en su mochila. Descansamos allí un rato y luego emprendimos el regreso a casa.

Cuando llegué mi marido estaba tumbado en el sofá mirando en la televisión una película de acción, de esas con muchos tiros, explosiones, coches que vuelan por los aires… “¿Qué tal te ha ido?, preguntó apartando apenas la vista de la pantalla extraplana” “Bien, no ha estado mal, dije sin poner mucho entusiasmo” “Yo no se cómo se te ocurren esas cosas, con lo bien que se está aquí tirado, seguro que ha sido un aburrimiento y encima te habrás cansado como una burra” “Tanto como un aburrimiento no diría yo, pero cansada sí, estoy rendida, es lo que tiene el pedaleo… no sabes cómo cansa”.

Tú sigue con la acción, pensé, pero yo ya me apunté para la próxima… dentro de dos semanas.

jueves, 17 de abril de 2008

El nuevo


No me gusta el nuevo, no, no me gusta…
Joaquín no puede evitar un mohín de disgusto ante tal pensamiento.
- ¿Qué te pasa? – le pregunta su mujer, que hace rato le observa de reojo. Le conoce demasiado bien y sabe que algo le ronda por la cabeza.
- ¿A mí? ¿Qué quieres que me pase? – contesta él disimulando.
- Nada, nada, eso es lo que quiero, que no te pase nada, pero andas haciendo caras raras. Mira, por ahí entra Rafael, hazle un sitio, anda, que están todas las mesas ocupadas.
- ¡Lo qué me faltaba! – contesta él, entre dientes.
- No se qué te ocurre con ese hombre, es educado y amable, mejor que muchos de los que andan por aquí y a ti parece que hasta te molesta verle.
Mientras, a Rafael le han hecho hueco en una mesa ocupada por cuatro mujeres que juegan una partida de cartas.
- ¡Hala! mejor, a ver si lo aburren esas viejas brujas y se va a dar un paseito.
- Pero mira qué eres, cada día estás más insoportable, eres un viejo gruñón.
- Sí, claro, es mejor el nuevo ese, haciéndose el elegante, total porque lleva ese viejo pañuelo anudado al cuello en plan señorito, y se pone la americana para venir a cenar… ¡tonterías! Me apuesto lo que sea a que no tiene dónde caerse muerto.
- Pero ¡qué sabrás tú lo que tiene o lo que no! ¿desde cuando te preocupas de las vidas ajenas? Pues sí, mira, yo creo que es elegante, se le da un aire a ese cantante ¡ay! ¿cómo se llamaba? esta cabeza mía cada vez va peor… sí, hombre, ese… Gardel, Carlos Gardel.
- ¡Qué mas quisiera! Anda, anda, no me hagas reír… ¡qué tonterías dices, Pepita!
- Bueno, mira, está visto que contigo no se puede hablar, cuando se te mete una manía entre ceja y ceja, no hay nada que hacer. Yo me voy a acostar que no me encuentro demasiado bien, creo que he cogido frío en el paseo de esta mañana ¿te quedas tú un rato más?
- No, no, me voy contigo, aquí hay poco que ver.
Joaquín coge del brazo a Pepita que anda apoyada en su bastón y después de dar las buenas noches se dirigen a su habitación. Ella se ha puesto el camisón y se sienta sobre la cama mientras su marido, en el sofá, parece sumergido en la lectura de un libro.
- Pepita ¿te gusta el nuevo?
- ¡Jajajajaja! Pero ¿qué dices ahora? ¿qué significa eso de si me gusta?
- Pues eso, si te gusta como hombre.
- ¡Ay! Joaquín ¿qué cosas tienes?
- Aún no me has contestado.
- Ya te lo he dicho antes, me parece un hombre educado y simpático. Y sí, todavía está de buen ver. Va siempre arreglado y limpio, no se abandona como otros. Bueno, ya ves que las tiene a todas medio bobas con sus galanterías. Esas cosas nos gustan a las mujeres, aunque ya no seamos jóvenes, Joaquín, y parece que a algunos hombres se os olvida y al mismo tiempo que cumplís años os vais volviendo más y más bruscos, parece que andéis enfadados con la vida. La vejez no tiene remedio, Joaquín, no vale la pena andar amargado por ahí, echando de menos lo que ya no podremos recuperar.
- O sea, que él es un tío cojonudo y yo soy un gruñón antipático.
- ¡Hala, hala! exagerao, eso es lo que eres, un exagerao.
Él, enfurruñado, finge concentrarse en la lectura.
- ¿Sabes lo que echo de menos? – le dice la mujer desde la cama.
- ¿El sexo? – contesta él, rapidamente.
- ¡Jajajajaja! hoy estás chistoso, no, verás…
- ¿Chistoso? A mí aún me apetece, de vez en cuando…
- Echo de menos que me cantes como antes ¿te acuerdas? Me encantaba aquella canción del Titi ¿cómo era? aquella del muñeco de fallas ¿por qué no me la cantas ahora? anda, Joaqui, un trocito sólo… anda…
- ¿Me vas a dejar que te toque luego las tetas?
- ¡Serás descarado!... bueno, ya veremos.
- No, ya veremos, no, que luego no me dejas.
- Anda, canta y no te hagas de rogar.

“Oyéndote bebía la locura
del fuego de tus piropos
y yo no comprendía
que me estabas matando poquito a poco”

- Ven, ven, siéntate aquí a mi lado

“Como a un muñeco de falla
me quemaste, me quemaste
y al despuntar la mañana
me dejaste, me dejaste.
Y Valencia vio mi pena,
pedir por tus pecaos
y a la Virgen santa y buena
de los Desamparaos.
Me olvidaste, me olvidaste
y aunque mi pena se vaya
me quemaste, me quemaste,
como a un muñeco de falla”

- Qué bien cantas, Joaqui.
- Va, tonta, ahora ya casi no tengo voz... ¿me vas a dejar…?
- Pues, oye, Rafael también canta muy bien.
Joaquín se levanta de la cama como un resorte.
- Y tú ¿cómo lo sabes?
- Pues porque lo oí cantar ¡no te digo!... el otro día, no se, el lunes me parece que fue, sí el lunes ¿te acuerdas que fuiste con Antonio a la visita médica? Nos cantó una canción a Isabelita y a mí.
- Le va a cantar a su padre… ¿será cabrón?
- Pero, Joaqui, no te pongas así, no seas tonto ¿qué querías? ¿qué me marchase para no escucharlo?
- Se va a enterar ese, se va a enterar…
- Joaquín, Joaquín ¿dónde vas ahora?...
El hombre sale de la habitación. ¿Qué se habrá creído ese desgraciado? A su mujer sólo le canta él, pues sí señor, si ya sabía que el nuevo iba a traer problemas. Pero ahora mismo va a poner las cosas claras, sí señor, se lo va a dejar bien clarito. Ni se le ocurra acercarse a su Pepita, ni se le ocurra… faltaría más.
Se para ante la puerta de la habitación de Rafael. Carraspea. Saca pecho. Estira sus cansados huesos intentando ponerse bien tieso. Golpea con los nudillos y espera un poco, sin recibir respuesta. Gira el pomo y la puerta se abre. Joaquín entra despacio intentando no hacer ruido. La habitación está vacía. Sobre la cama, pulcramente doblado, un pijama de hombre. Y a su lado, preparado para usar, un pañal para adultos.
Joaquín está ensimismado mirándolo cuando Rafael entra por la puerta.
- Perdón - dice el recién llegado - ¿me estabas buscando?
Joaquín vacila un instante.
- Sí, sí, pensaba que ya estabas aquí, lo siento, la puerta estaba abierta.
- No pasa nada, hombre ¿querías algo?
- Verás, yo venía… venía a decirte… que se me ha ocurrido algo. Me han dicho que cantas muy bien, y yo no lo hago mal del todo. He pensado que podíamos organizar un karaoke una tarde de éstas ¿qué te parece si se lo proponemos a la monitora?
Rafael no sale de su asombro. Tenía la impresión de que no le caía bien a aquel hombre que siempre le miraba con el ceño fruncido y mirada aviesa.
- Bueno, yo… no se, sí, puede ser una buena idea, pero ¿se atreverán los otros a cantar?
- Claro, hombre, ya verás, empezamos nosotros para romper el hielo y seguro que nos salen espontáneos por todas partes. No se hable más, mañana empezamos a organizarlo. Me voy a dormir, buenas noches.
- Buenas noches, qué descanses.
Joaquín cierra la puerta tras él y sonríe satisfecho.
Al fin y al cabo no es más que otro pobre viejo con problemas de incontinencia, piensa. Y hablando de incontinencia, tengo que cambiarme el dichoso pañal o Pepita me tirará de la cama de una patada diciendo que huelo a perro meao… ¡qué mujer!
- Pepita, Pepita ¿no te habrás dormido? Me dijiste que podría tocarte las tetas… ¡Pepita! No te hagas la dormida que no me lo creo… ¡Pepita!
(Marzo 2008)




martes, 15 de abril de 2008

Un alto en el camino

Cuando el tren de la vida hizo su parada en la estación, me quedé de pie ante las puertas abiertas decidiendo si seguía mi viaje o me apeaba allí, sin importarme dónde me encontraba o el tiempo que faltaba para llegar a mi destino.
Inmóvil en el andén vi como se alejaba lentamente hasta convertirse en un punto diminuto, y desaparecer.
Caminé sin rumbo durante días en busca de dios sabe qué, con la vida pesando a mis espaldas, encorvada, los pies sangrantes de tantos pasos sin sentido que no me llevaron a ninguna parte, y el alma dolorida, vacía de esperanzas y rebosante de desilusiones.
Me senté aquí en una vieja silla cerca de la ventana.
Ha empezado a llover, y un fuerte viento arrastra las gotas de agua hasta estrellarlas contra los cristales. Se deshacen en pequeños arroyos que bajan resbalando por la fría superficie. Bien parecen las lágrimas que hace días no dejan de brotar de mis ojos hinchados y enrojecidos. Debería haber terminado ya con ellas, un cuerpo no puede tener tanto líquido en su interior, pero parecen inagotables.
En el alero del tejado las golondrinas han fabricado un nido. La hembra permanece en su interior, supongo que incubando, y el macho entra y sale trayendo en el pico la comida. Desde este rincón puedo ver la cabecita de ella asomando por la pequeña entrada cuando se le hace larga la espera. Quizá piense que le ha sucedido algo y si no vuelve morirá de hambre y con ella sus crías. O morirá igualmente de pena. Cuando le ve acercarse con su vuelo armonioso, directo al objetivo, empieza a chillar con regocijo, abre la boca y él deposita allí su comida. Temo que después de tanto esfuerzo el agua y el viento acabe derribando su casa, y con ella, su vida.
Morir de pena. Nadie muere de pena, sólo quizá las golondrinas. El asiento que unos dejan vacío es ocupado por otros, irremediablemente. Respiro aliviada ante tal pensamiento, aunque en el fondo es una puñalada para el ego, ese que piensa que es insustituible, que tiene que haber alguien en algún punto del planeta al que le embargue la tristeza de su ausencia. Pero es que el ego ha sido siempre un iluso soñador, es inevitable. Es descorazonador pensar que sólo vendrán en nuestra busca aquellos a los que, en pequeña o gran medida, les hacemos falta. Puro egoísmo.
En algún momento en que el cansancio acaba apoderándose de mí y dormisqueo en incómoda postura, sueño que regreso convertida en espíritu. Un espíritu visible a juzgar por la reacción de aquellos con los que me encuentro. Y me siento feliz. Y libre. Voy de acá para allá sin ataduras de ninguna clase, estoy donde quiero estar en el mismo momento en que lo deseo. Y me voy cuando me viene en gana sin ninguna clase de remordimientos. No me importa haber muerto, ni echo de menos las actividades físicas que podía hacer antes con mi cuerpo. Es mi estado perfecto.
Cuando despierto ha dejado de llover y unos tímidos rayos de sol empiezan a asomar entre las nubes. Los que logran filtrarse por los cristales forman rectángulos de luz que llegan hasta el suelo. En ellos pueden verse millones de partículas flotantes que brillan suspendidos en el aire. Parece que quisieran subir hasta las nubes siguiendo ese camino iluminado. Otras partículas idénticas permanecen en lo oscuro, como si no existieran, invisibles.
Me entretengo releyendo viejas cartas, historias de otros tiempos… ¿qué habrá sido de aquellos a los que escribía contándoles mis cuitas, mis anhelos? ¿dónde estarán ahora? Un puñado de rostros me viene a la cabeza al reconocer tantas letras distintas: picudas, redondeadas, pequeñas, con renglones torcidos, barrocas, apiñadas, de imprenta…
Unos gritos agudos llaman mi atención e instintivamente busco con la mirada el nido de golondrinas. Es la hembra que chilla ante el peligro: un enorme gato se encaramó al tejado y en precario equilibro intenta hacerse con el nido. El pájaro abre la boca y aletea intentado asustarle. Del macho, ni señal, se habrá perdido.
Mi primera intención es levantarme y hacer que el gato se largue del tejado, pero ¡qué coño! También tiene derecho, es ley de vida. Qué se apañen, no puedo cargar también sobre mis hombros la vida o la muerte de unos pájaros que vinieron aquí a plantar su nido. Quizá siempre haya sido ese mi problema, apechugar con responsabilidades que no me corresponden, dar sin esperar a recibir mi recompensa, volcarme en cuerpo y alma en los que, muchas veces, no lo merecían… que se los coma el gato o que espabilen.
Vuelven los gritos y el batir de alas. Es el macho que acaba de llegar y se ha tirado en picado atacando al felino. Éste, pillado de sorpresa, parece perder el equilibrio y a punto está de caer desde el tejado. Espanta como puede a la pareja de aves que picotean con saña su cabeza y se larga bufando con el lomo erizado. La hembra vuelve al nido y desde allí increpa al macho, parece que le pida explicaciones por su larga tardanza. Luego él se posa allí, a su lado, y ambos se tranquilizan.
Desde un rincón en penumbra una muñeca rota me sonríe. Le falta el ojo izquierdo y ha perdido parte de su hermosa melena color vino. Tiene roto el vestido y le falta un zapato, pero el ojo que todavía conserva brilla en la oscuridad, imperturbable.
El gato se ha colado por el hueco que un día fue gatera y enroscado a mis pies se lame las heridas. Pienso que al fin y al cabo eso es la vida. Lamerse las heridas y componer el alma: dos puntadas aquí y un recosido allá. Levantarse otra vez y seguir el camino, aunque nos falte un ojo o vayamos descalzos, el vestido hecho trizas. Hasta que el cuerpo aguante y el alma lo permita.


lunes, 7 de abril de 2008

Vecinas (Final)

A las dos horas estábamos allí, como un clavo. “Quítate la ropa y acuéstate boca abajo en la camilla. Puedes taparte con esa sábana”, me dijo, al tiempo que abría la puerta de una amplia habitación. “Enseguida vuelvo”. Y se marchó dejándonos a Mercedes y a mí más nerviosas que un flan.

- Tenías que haber dicho que tenías tú el dolor en la espalda, no sé por qué te hice caso. En cuanto me toque sabrá que era mentira, eres una lianta – le dije en voz baja, no fuese que estuviese escuchando tras la puerta.
- Eres tú la que le gustas, no me digas que hace falta que te desnudes para mirarte la espalda, éste quiere lío. Tú sigue el juego y a ver cómo reacciona… ¿no estás un poquitín excitada?

No respondí. Tan sólo le dirigí una mirada asesina.
Cuando Guzmán volvió yo ya estaba desnuda, acostada, y tapada con la sábana. Él la retiró suavemente y empezó a tantear mi espalda, mientras Mercedes le observaba sentada a mi lado en una silla. El contacto de sus manos me erizó la piel. Él parecía concentrado en su trabajo. Había empezado por los hombros y poco a poco iba bajando por la espalda. Estaba a mi lado y su cuerpo rozaba mi brazo que colgaba por fuera de la camilla. En la habitación reinaba un silencio absoluto que hacía perceptibles nuestras respiraciones. Cuando sus manos se iban acercando al final de mi espalda, Mercedes se levantó: “Tengo que bajar un momento a casa” dijo a modo de disculpa, y se fue sin darme tiempo a reaccionar.

- Es aquí donde te duele ¿verdad?
- Sí – mentí descaradamente.
- Seguramente hiciste un movimiento brusco. En un momento te lo arreglo. Creo que te hace falta un masaje completo para relajarte, te noto muy tensa.
- Tú eres el profesional, me pongo en tus manos.

Sentí como la sábana se deslizaba dejándome completamente desnuda. De la espalda pasó a las piernas. Para entonces mi sexo se había ido humedeciendo de tal forma que notaba como mojaba la camilla. Sus manos recorrían mis muslos con movimientos seguros y se acercaban lentamente a su punto de unión. Abrí un poco las piernas casi sin darme cuenta y sus dedos rozaron apenas la entrada palpitante. Las separé otra vez haciéndole más fácil el acceso. Sentí como un par de dedos resbalaban hacía el interior, mientras otro, el pulgar, me masajeaba el ano suavemente. Empecé a gemir sin poder controlar el deseo.

Me levantó en volandas de la camilla y me llevó al dormitorio. Agarrada a su cuello, besándole en la boca, me olvidé de Mercedes y de todo lo que no fuese aquel hombre, aquella polla que notaba tensa y crecida a través de sus pantalones. Me dejó de pie, al lado de la cama, y empecé a desnudarle con prisa. Lamía ávidamente aquel trozo de carne reluciente y duro cuando a mi lado apareció la Merche “¿No lo querrás todo para ti solita?” y no acababa de decirlo que ya se la chupaba golosa. Miré a Guzmán que sonreía complacido, cualquiera no, pensé, el muy cabrón se lo va a pasar en grande. De un empujón aparté a mi vecina “Acuéstate”, le dije a él, “que ya verás de lo que somos capaces”. Yo misma me sorprendí de ese arranque autoritario, sobre todo al constatar que Guzmán se acostaba obediente y Mercedes permanecía quieta, a la espera.

Sin pensarlo dos veces me puse encima ensartándome en su polla que se deslizó suavemente hasta el fondo y más adentro, aquello era gloria bendita. Merche, por su parte, se puso frente a mí, poniéndole a Guzmán el culo a un palmo de la cara. Por la forma en que él la agarró de las caderas supe que había metido la cara entre aquel par de lunas redondas que se ofrecían entreabiertas. Yo, que cuando me arranco ya no hay quien me pare, le cabalgaba arriba y abajo haciendo chocar las nalgas contra sus piernas.

De pronto me encontré mirando ensimismada las tetas de Mercedes que se bamboleaban delante de mi cara, y ¡qué tetas tiene la tía! son la envidia del barrio, nada de silicona, todo natural… y aquellos pezones. Me acerqué un poco más y atrapé el derecho con los dientes. Ella me miró un instante y supe por su expresión que aquello le gustaba, le excitaba la forma en que mi lengua jugaba con aquel botón duro y empinado. Guzmán había apartado un poco la cara y empezaba a meterle los dedos en el culo y ella se estaba volviendo loca de placer, su cara era un poema. Alargué la mano y se la metí entre las piernas. Mis dedos se colaron en su coño mojado. Los tres estábamos a punto de corrernos, yo sentía la polla de Guzmán a punto de estallar y el coño de Mercedes palpitando en mi mano. Acabamos a un tiempo, con los ojos en blanco y jadeando.

Permanecimos un rato agotados e inmóviles, tirados en la cama. Al poco sentí que unas manos suaves empezaban a acariciarme. Abrí los ojos y me encontré con el rostro de Mercedes sonriente. Guzmán nos miraba expectante y divertido a un tiempo. La lengua de esta mujer es un portento, culebreaba como un gusano por mis pechos, no tan exuberantes como los suyos pero dotados de unos pezones capaces de empinarse como pocos. Bajaba por el vientre lamiéndome el ombligo, se paraba en los muslos, volvía a las caderas, ensalivándome la piel, excitándome. No podía aguantar más el deseo de sentir aquella lengua metiéndose en mi coño. Y lo hizo, vaya si lo hizo. No dejó un recoveco sin lamer, al tiempo que con los labios succionaba mi clítoris de tal forma que temía terminase tragándolo.

Guzmán, otra vez bien armado, aprovechó la postura en que Mercedes se encontraba y la embistió por detrás, rugiendo como un toro. La pilló desprevenida y con la embestida casi se ahoga entre mis jugos, pero le gustaba a la muy puta, le gustaba eso de que le dieran por la retaguardia.

Y así estoy yo hoy, nerviosa perdida y muerta de vergüenza de toparme con Merche, como que me llamó al móvil tres veces y no le contesté. Me metí aquí y me puse a cocinar como una loca, ya tengo comida hecha para toda la semana…

- ¡Lola! ¡Lola! ¿dónde te metes?

Qué manía tiene este hombre de gritar desde la puerta.

- Estoy aquí, en la cocina.
- Mira, que vengo con Mercedes, la encontré en el portal ¿dónde tienes el móvil? Dice que te llamó unas cuantas veces y no contestabas.
- ¡Ah! ¡Vaya! Pues no se, debo haberlo dejado en la habitación, y no lo oí.

Mercedes pone su cara de mosquita muerta cuando la mira mi marido, pero a sus espaldas empieza a hacerme gestos cogiéndose las tetas y a tirarme besos al aire, la muy zorra.

- Oye, que Mercedes me venía contando que le ha tocado un viaje a Canarias, y que como su marido tiene ahora mucho trabajo, pensaba si querrías tú acompañarla.
- ¿Yo? No, no, qué va… ¿cómo te vas a quedar tú solo?... no, yo tengo cosas que hacer, no, imposible.
- ¡Anda ésta! Como si no supiese yo apañármelas solo. Que sí, mujer, que últimamente estás muy estresada… cuando te pones a cocinar sin orden ni concierto… tate… me temo lo peor. Así que esta tarde haces la maleta que mañana sale el avión ¿verdad, Mercedes? No se hable más. Bajo la basura y subo a comer que ya es la hora. Hasta luego, Mercedes.
- Hasta luego, Pablo.

Cuando él sale por la puerta, ella me guiña un ojo y de paso me pellizca el culo… será zorra.
Imagen: Linette Astaire

domingo, 6 de abril de 2008

Teatro: REENCUENTROS




Escrito y dirigido por Jerónimo Cornelles.
Con: Rafa Alarcón/Vicente Arlandis, Teresa Crespo, Jerónimo Cornelles, Rafa Miragall, María Minaya/Carol Linuesa, Victoria Salvador, Pep Sellés y Laura Useleti.
Operador de cámara: Javier Vega.


Sinopsis: Un espectáculo que muestra cuatro historias sobre ocho personajes cotidianos que viven en una ciudad sin nombre. Ocho vidas que al doblar la esquina tomarán un rumbo inesperado. Ocho vidas aparentemente inconexas donde el amor, el odio, la vida y la muerte, se entrelazan de tal forma que se transita de la comedia al drama sin apenas darnos cuenta.

Opinión: Hoy he tenido la suerte de asistir a la representación de una de las obras que más me ha gustado de las que he visto en los últimos tiempos. Efectivamente cuenta la historia de ocho personas, cuatro parejas que en algún momento de su vida se han relacionado entre sí, y que se reencuentran al cabo de los años.
Admirable puesta en escena con tan sólo unos asientos que sirvan para todo: como mesa en una cafetería, un viaje en el autobús, una cama de hospital…Original y con gran efecto visual las imágenes en blanco y negro que aparecen como telón de fondo y que son, ni más ni menos, lo que se está viviendo en el escenario: los rostros de los actores, sus expresiones, gestos… acaparan de tal modo la atención del espectador que uno se olvida del cámara que está rodando durante toda la representación. Muy buena también la música de los entreactos.
Esas historias me hicieron pensar, sobre todo, en el destino, en que resulta imposible escapar de él. No importa que cambiemos de ciudad, de nombre, de sexo o de país, nada de eso importa, él nos estará esperando a la vuelta de cualquier esquina, a veces para ofrecernos una segunda oportunidad.

Me entero a posteriori que esta obra fue seleccionada para representar a la Comunidad Valenciana en la categoría de Mejor Espectáculo Revelación de los premios Max de las Artes Escénicas.

Mi aplauso y mi recomendación.

Vecinas (I)



Se me ha soltado el cuerpo con los nervios. No me explico qué pasó, cómo es que todo se enredó sin darme cuenta. Si se entera mi marido me mata, me mata y me remata, me hace picadillo. Y todo por culpa de Mercedes, Merceditas la tímida, la mosquita muerta que jamás rompió un plato. Fíate, fíate tú de las apariencias. Si ya lo dice el refrán: “cría fama y échate a dormir”… pues eso.

“A mi marido no se le pone dura” me soltó así, a bocajarro. Y yo me atraganté con el café que estaba tomando, tan tranquila, en la terracita del bar de la Puri. Al ver mi gesto confundido volvió a la carga: “que ya no se le levanta tía, no hay manera”. Entonces fue cuando me entró la risa para mosqueo de Merceditas: “yo no le veo la gracia” me espetó enfurruñada. La gracia se la encontraba pensando en el marido de la pobre Mercedes, en su pinta de chulo de barrio. Era uno de esos tipos que andaban por la calle sacando pecho, tieso, con la camisa desabrochada casi hasta la barriga, que de tanta cerveza acumulada en las horas pasadas acodado a las barras de todos los bares, era ya un barrigón enorme. Pero él parecía que no la veía y se creía un galán capaz de conquistar a cualquier mujer que se le cruzase por la calle. A mí me daba repelús que me mirase, me asqueaba… y ahora resultaba que al muy machito no se le ponía dura… cómo no me iba a reír.

- Que no, Merche, mujer, que no me río de ti, es que me pillaste desprevenida, chica, lo sueltas así sin avisar ni nada. A ver, vamos a ver ¿habéis ido a algún especialista en esas cosas?
- Como si no conocieras al bruto de mi marido, ni se me ocurre mentárselo. El otro día que ya me tenía harta después de aguantarle encima casi una hora, dale que te pego, se me ocurrió decirle que lo dejase ya, que no pasaba nada, y no veas como se puso. Acabó medio metiéndola, yo quieta como una estatua para que aquello no se me escapase y deseando que terminase de una puta vez.
- ¡Coño! nunca te había oído decir un taco. Si que debe ser grave la cosa.

Mercedes se había quedado de pronto ensimismada. Volví la vista hacia donde ella miraba y me encontré de frente con el vecino de arriba que caminaba por la acera con una bolsa de deporte colgada del hombro. “Buenos días, vecinas” saludó regalándonos una reluciente sonrisa. “Buenos días” balbuceamos las dos a coro. Nuestros ojos siguieron el movimiento de aquel par de glúteos embutidos en unos vaqueros desgastados.

- ¡Qué bueno está este hombre! – soltó Mercedes, justo cuando él entraba en nuestro portal - ¿No le darías un buen revolcón?
- ¿Y tú? – respondí.
- He preguntado yo primero, listilla.
- Pues mujer, está para dárselo, pero yo tengo marido y no creo que al vecino le resulte muy atractiva, la verdad, con lo bueno que está, seguro que tiene las mujeres que quiera, y jovencitas.
- ¡Qué tontería! Yo te veo muy sexy y no me negarás que cuando ha saludado te miraba a ti, a tu escote mejor dicho. Ya debe tener cierta edad lo que pasa es que se cuida y se conserva muy bien. Yo creo que le gustas.
- Vamos a ver, guapa, eres tú la que anda con ganas de un buen polvo, no yo, así que si el tipo te gusta, ya puedes empezar a trabajártelo, pero a mí déjame en paz… pues sólo me faltaba ponerle los cuernos a mi marido, deja, deja, que no tengo ganas de complicaciones.
- Pero es que yo sola no me atrevo, me da vergüenza… podríamos pensar algo juntas y si vemos que está dispuesto, tú desapareces…

Me dejé enredar, en parte porque el vecino me atraía. Cuando coincidíamos en el ascensor y sentía su mirada recorriéndome de arriba abajo y de abajo arriba, me entraban unos calores que acababa mojando las bragas. Y en parte porque no me podía creer que Mercedes fuese capaz de llevárselo a la cama.

Aquella misma tarde, aprovechando que su marido, camionero de profesión, estaba haciendo un porte a La Coruña y no volvería en dos o tres días, y que el mío estaba en el pueblo arreglando unos papeles de la herencia de su padre, tocamos el timbre del piso de Guzmán, nuestro vecino. La excusa era que yo tenía un tremendo dolor de espalda que me había dejado enganchada y requería sus servicios como fisioterapeuta, tal era su profesión. Mercedes ejercía de acompañante.

Nos abrió la puerta ataviado con pantalón y casaca blanca, el uniforme que utilizaba cuando estaba trabajando. Me disculpé por no haber concertado cita pero había sufrido un repentino tirón haciendo limpieza en casa y le pedí por favor si podía atenderme. Él, muy amable nos emplazó al cabo de dos horas en que terminaría con su último paciente. “Así podré dedicarte todo el tiempo que necesites” me dijo con una sonrisa que me pareció sospechosa...
(Mañana más...)

sábado, 5 de abril de 2008

Sólo escuché el final de la historia (AUTOR: KLUZKL)



Llegué tarde, pero, según oí, un hombre sin escrúpulo, con músculos poderosos y tenido en la comarca por bonachón, no hacía mucho había rajado, y vaciado del todo, con la más absoluta sangre fría, el vientre de un animal, llenándolo luego de rocas. Por lo visto el hombre se daba maña y el animal no murió, al menos en el acto.¿Lo haría el hombre para que animal sufriera más? ¡Quién sabe!Luego —según— el animal se arrastró como pudo por el polvo hacia el estanque más cercano.
¿Quiso allí calmar su sed? ¡Quién sabe! Pero lo único que logró es caerse. Y el estanque parecía profundo. Desde la orilla el hombre con sonrisas observaba como el animal se ahogaba. La escena debía de ser dantesca.Por encima del agua se veía salir, a veces, sólo a veces, nada más que las puntas de las grandes orejas del animal. Otras veces se llegaba ver la gran boca que, en su desesperación, emergía abriéndose casi hasta el descoyunte, era entonces cuando se veían aquellos enormes dientes, y cuando el animal abría aún más sus ya de por sí grandísimos ojos, que miraban al hombre como suplicándole: ¡ayuda, ayuda! Esos ojos miraban al hombre y también parecían preguntar: hombre ¿me torturas así sólo por saciar mi apetito? Pero el hombre, que permanecía con las manos en los bolsillos, y que ni le quitaba ojo, se sonreía muy satisfecho. Al lado del hombre, aunque todavía algo asustadas, también se veía satisfechas a la abuela, y a la hija. Esta última seguía regañando, y dando algún que otro coscorrón, por no haberla hecho caso y entretenerse en el bosque, a Caperucita.

viernes, 4 de abril de 2008

El pajar




-Toi pensando…- dice Angel

Y su mirada persigue al sol, que se esconde tras la montaña en un atardecer sereno y silencioso. Él permanece sentado a caballo, en su silla de esparto, a la puerta de casa. Disfruta de ese momento mientras fuma un "pitu"*, de los de siempre, sin filtro.

-Miedo te tengo, cuando te da por facer eses coses- contesta su mujer burlona, sin dejar de pelar las patatas para la cena.

Está preparando un buen "pisto"* con pimientos y tomates. Todo de la huerta. A sus hijos les gusta su forma de cocinar, con carbón, a fuego lento. Mientras estén allí, comerán sano y no esas porquerías de la ciudad, que vienen ya cocinadas y las calientan en cinco minutos.

-¡Ay! Elisa, que mala yés- la mira sonriente- Toi pensando n’el payar.
-¿En cual payar? ¿Ties mieu que caiga algún guajin*? Ta Fernando con ellos, nun pases pena, que no hay peligru.

Han pasado este precioso día de verano en los prados, recogiendo la hierba que segaron hace unos días, junto a sus hijos y nietos. Ellos viven lejos, en Francia, pero todos los veranos pasan alguna temporada en el pequeño pueblo asturiano que les vio nacer. Subieron temprano, unos andando; a caballo, otros, porque en aquellos senderos estrechos y empinados los coches no sirven de nada. El trabajo es duro y Ángel está envejeciendo, aunque él no quiera reconocerlo, así que algunos vecinos les echaron una mano. Las mujeres se encargaron de la comida y vigilar a los niños, que disfrutaron de lo lindo. Cuando el trabajo estuvo terminado, cargaron los caballos y llevaron la hierba al pajar, donde los más pequeños están saltando como locos, para "calcarla"*.

-Que no muyer, que no…- responde Ángel- n’el payar de tu padre ¿acuerdes-te?
-Claro que m'acuerdo del payar de padre, pero ¿a qué vien acordarse ahora? Nun t'entiendo, Ángel.
-Vino-me a la cabeza la primera vez que fuimos allá, tú y yo, solinos, a escondies, era una tarde d’agosto, igualina qu'esta.
-¡Ay, madre! Tu t'has faciéndote vieyu. ¿Y ahora? ¿Qué te dio?
-Nà, Elisa ¿qué me va a dar? Que m’acordé. ¡Qué torpe fui! Era un chavalin y tontu, pa más inri. Y locu por ti. No se m’olvidará mientras viva: aquellos pechinos pequeños, los muslos blanquísimos y el olor a manzana ¿por qué me hueles siempre a manzanes, Elisa?

Ella ha dejado por un momento lo que está haciendo y mira a su marido, extrañada y complacida a un tiempo. Siempre pensó que él no se acordaba de estas cosas. Ha sido un buen esposo y padre, pero muy serio y de pocas palabras.

-Será porque guardo manzanes entre la ropa, como facía madre - le contesta, mientras vuelve a su tarea.
-Acabé tan rápidu, que n'un t'enteraste de ná. No sé cómo quisiste seguir conmigo.
-¡Dios mío de mi vida! Tú nun tás bien, Àngel. ¡Mira con que me salió ahora!. Calla, anda, calla, dame vergüenza hablar d’eso, parez mentira.
-Bueno, bueno, ahora, después de tantos años ¿date vergüenza? Pues luego, de casaos, si que supiste enseña-me. ¿Ya no t'acuerdes la noche que me cogiste la mano y la pusiste entre les piernes? No hablaste, no, pero bien que t’ hiciste entender.
-¿Bebiste munchu vinu en el prau? Porque t'as muy hablador. En tantos años casaos, nunca me hablaste de to eso.
-Sí, ties razón, pero hoy tengo ganes de decírtelo. Será que toi vieyu y tengo mieu morrer sin que lo sepas. Elisa, desde esa noche, supe que dormía con una muyer de verdá y que me quería a mí. ¿Sabes que no miré nunca a ninguna otra?
-Ahora, toi viendo una corona de santín encima de tu cabeza. Anda, anda, que bien se os iban a tos los güeyos tras de Mercedines cuando pasaba pa la fuente, con esos andares de emperadora que me traía. Se os caía la baba en la puerta del salón.
-Bien sabes tú que los hombres somos muy tontos, y una madre soltera, de buen ver, y en aquellos años, daba munchu que hablar y que pensar.
-Sí, la mitá pensábais que iba al payar con el primero que se le pusiera delante. ¡Ay! Que equivocaos estábais.
-Tiés razón, Elisa. Y yo la miraba como facien tos, porque sino ya sabes lo que pasa, igual dicen que soy maricón. Pero, te juro por lo más sagrao que nunca pensé en ella ni en ninguna otra, porque sabía que tenía en casa la mejor hembra del mundo.

Elisa se siente orgullosa al oír las palabras de su marido. Siempre supo que él la amaba, desde antes de aquel primer día en el pajar, casi desde niños, cuando la timidez les hacía rehuir sus miradas y teñía de rubor sus mejillas.

-¿Por qué no me lo dijiste alguna vez?
-¿Pa qué? Ya sabes que me dan apuro eses coses. Soy de poques palabres. Pero tú sabies-lo muy bien. Y más d’unu, te tiraba los tejos, que a Manolín tuve que parai los pies.
-¿Quién te dijo a ti lo de Manolín?
-Nun facía falta que me lo dijera naide, siempre tuve pendiente de ti, sin que te dieras cuenta. Elisa… ¿fuiste feliz conmigo?
-Soy feliz contigo, Ángel. Y si vuelvo a nacer, ten por seguro que te busco otra vez. Y… déjate de tonteríes que oscureció y tovia tengo la cena a medio facer.

Las risas de los pequeños llegan amortiguadas hasta ellos. Sus hijos se acercan por el camino, vienen charlando felices de su paseo por el pueblo. Ángel mira a su mujer y contempla a una joven de cabello rubio, ojos azules y mejillas sonrosadas, que le sonríe devolviéndole la mirada. En su pupilas se refleja la imagen de un muchacho pecoso y desgarbado con el cabello rojizo y ojos enamorados.
(Enero 2005)
  • “pitu”: cigarrillo liado a mano, con papel de fumar.
  • “pisto”: patatas, pimientos, cebolla, tomate y chorizo, todo frito como una especie de tortilla, sin huevo.
  • “calcar la hierba”: saltar encima para aplastarla y hacer más espacio.
  • “guajin”: niño
Imagen: Luis Raimundo García

miércoles, 2 de abril de 2008

El vendedor de pescado

Ya viene, no sé por qué me pongo tan nervioso cuando la veo. ¡Qué mujer más hermosa! Es una pena que tenga esa tristeza en la mirada.

- Buenos días, Lluis
- Buenos días, Pilar. Hoy vienes más pronto que de costumbre.
- Sí, terminé antes en casa de Dª Carmen.
- ¿Qué tienes fresco por aquí?
- Tengo unas pescadillitas buenísimas y no están caras. ¿Te pongo?
- Bueno, anda, ponme medio kilo solamente, pensaba llevarme algo más barato.
- No, mujer, te pongo un kilo, te hago un buen precio, no te preocupes.

Siempre mirando la peseta y matándose a trabajar. Si es que la vida es muy injusta. Una mujer como ella se merece vivir como una reina. Y, mírala, limpiando la porquería de los demás. Arrodillada todo el día fregando escaleras y con las manos enrojecidas. Sin tiempo de arreglarse un poco. Sin dinero para comprarse un vestido nuevo. Aunque no le hace falta, la verdad, tiene un cuerpo tan bonito: con curvas, rellenito, como debe ser una mujer. Así era mi Amalia, que en paz descanse, hasta que la maldita enfermedad la dejó en los puros huesos. Tres años en la cama, malviviendo, se pasó la pobre. Y yo, viéndola morir poco a poco, que rogaba a Dios que se la llevase pronto.

- No, Lluis, no hace falta que me las limpies.
- Que sí, mujer, que no me cuesta nada. Además, ahora no hay nadie y así te ahorras la faena de hacerlo tú en casa.
- Tú siempre tan atento.

Ahora cuando termine de limpiarle las pescadillas, le meteré un paquetito de calamares que le he guardado por ahí. El primer día que lo hice, la pobre creyó que me había confundido y vino corriendo a devolvérmelo. Cuando la vi entrar por la puerta, no la dejé hablar. Si llega a enterarse la Encarna, a la que estaba despachando, que le había regalado dos rodajas de merluza, con lo cotilla que es, a la media hora es la comidilla del barrio. Se quedó esperando, parada. Menos mal que entendió la seña que le hice en un descuido de la otra. Cuando le dije que no era un error, que me habían quedado esas dos rodajas y se las había regalado, no sabía como darme las gracias. Se ruborizó. Estaba preciosa.

- Bueno, aquí lo tienes todo.
- Lluis, ya me has vuelto a poner algo de más.
- Que no es nada, Pilar, es que así lo termino, si no para mañana ya no me sirve y seguro que a tu hijo le gustan los calamares, ¿o no?
- Mira éste, claro que le gustan. Pero, es que no sé qué decirte.
- Pues no me digas nada, ya sabes que no quiero que me lo agradezcas.
- Bueno, vale, muchas gracias, Lluis, hasta mañana.
- Hasta mañana, Pilar.

Si ella supiera cómo espero este momento de charla. Menos mal que casi siempre viene cuando estoy a punto de cerrar y ya no tengo clientela, así puedo alargar un poco este rato. Ahora llegará a casa y a sufrir con ese pobre hijo que tiene, impedido, pobrecito. Menos mal que la hija es una buena chica, buena estudiante y además la ayuda bastante en casa. Pero con el marido, con ése le cayó el gordo: ¡desgraciado! No aguanta dos meses en un trabajo. Claro, ¿cómo va a aguantar? Si se pasa la mitad del tiempo borracho como una cuba, de bar en bar, gastándose el dinero que ella trae a casa. No se puede querer a un hombre así, no se puede. El otro día cuando pasó por aquí, iba sujetándose por las paredes, oliendo a alcohol. ¡Qué asco me dio! Lo imaginé besándola, forzándola a hacer el amor con él. Tuve arcadas.

- Buenos días, Lluis
- Pilar: ¿qué te ha pasado en el ojo?, ¿y en el brazo?
- Que soy una tonta, Lluis, andaba limpiando los armarios de la cocina, subida a una escalera y me caí.
- Pues menudo trompazo te diste. ¿Te has roto algo?
- No, me disloqué el hombro, y lo del ojo. Pero no es nada, no te preocupes.
- Y, ¿andas trabajando así?
- Sí, me apaño bien. ¿Qué voy a hacer si no? Anda, mira a ver si me pones unas sardinas, que veo que las tienes buenas hoy.
- Fresquísimas, todavía andaban bailando hace un rato.
- ¡Jajajajajajaja!, qué ganas tienes siempre de bromas.
- Me gusta que te rías, siempre deberías estar así.

Calla y me mira. Y hoy quiero pensar que me mira distinto a otros días. Debe ser la ilusión que me hago.

- Me voy ya, Lluis, que tengo un poco de prisa.
- Bien, guapa, hasta mañana. Y cuídate ese hombro o no se te curará nunca.
- Hasta mañana.

¡Me cago en sus muertos! Ya le ha puesto la mano encima ese desgraciado. ¡Cabrón! ¡Hijo de puta! Pero, esta mujer ¿por qué no lo manda a tomar por el culo de una vez? Tranquilízate, Lluis, tranquilízate. Cuando pienso en cómo cuidaría yo de ella y de sus hijos. Mi pobre Amalia y yo deseábamos tener hijos, pero no hubo manera. Amalia engañaba, parecía tan sana... y luego, mira, al poco tiempo de casados empezó con los problemas de salud y como sufrió. Siempre enferma, sin ganas de nada. A veces se pasaba todo el día en la cama. Menos mal que nunca nos faltó de nada. La pescadería siempre funcionó bien. Y Pilar, ella se merece un hombre que la quiera y la respete y no a ese borracho que la trata como un trapo. Que Dios me perdone, pero qué descanso si se muriese. Un hombre así no hace nada en la vida. Causa sufrimiento, eso, sufrimiento solamente. Mira que el otro día, cuando pasó por aquí, si le doy un buen golpe nadie se hubiese enterado. Estaba esto solitario. Ahora, por las tardes, con el frío que hace y por esta calle, no pasa un alma. Soy incapaz de matar a nadie. Pero ese desgraciado no se merece otra cosa, que lo dejen tirado en la calle como un perro. Podría esperarlo. No, no seré capaz de hacerlo. Si el muere, podría intentar conquistar a Pilar. Y cuidaría de ella y de sus hijos. Sí, seríamos felices los cuatro. Y ella no tendría por qué enterarse de lo que pasó. Ahora hay mucho maleante, gente que vive en la calle y es capaz de matar por un paquete de tabaco. Ahí hay piedras grandes de la obra que están haciendo. Voy a limpiar un poco las persianas que están sucias. Y si viene. Si viene borracho como el otro día. Si viene…

(Diciembre 2004)

martes, 1 de abril de 2008

Me entero que...

Imagen: Témoris Grecko
... la guerra del agua no es aquello de vencer al contrario a base de disparos chorreantes, parapetados tras coloridas pistolas que más bien parecen armas venidas del espacio exterior, con depósitos rebosantes del líquido elemento. Aquella de las risas y los gritos histéricos provocados por la pura alegría de mojarse y remojarse en las tardes de calor achicharrante. No. Me entero que ésta que ahora se practica es un pretexto para cualquier político que se precie de participar en el concurso de ver quien dice más tonterías y sandeces en el menor tiempo posible, para comprar apoyos o primar adversarios que derroten al enemigo. Me entero que se pelea a muerte por hacerse con el título de posesión del agua de los ríos, que todos esos que predican un día sí y otro también del esfuerzo que debemos hacer por ahorrar ese bien tan preciado y escaso, seguramente no se privan de darse un chapuzón en su flamente piscina, o regalarse un buen baño con espuma.
Y yo, en mi humilde ignorancia me pregunto si no sería mucho más fácil sentarse ante un café o un vaso de agua fresca y hablar, hablar, hablar... y no parar, hasta encontrar una solución real, que pueda llevarse a cabo sin menoscabar los intereses de nadie, respetando en lo posible a la madre naturaleza y que además no resulte demasiado cara... ¿seremos tan ineptos para no lograrlo? Mucho me temo que sí.
Con este panorama de enfrentamientos locos que no se extrañe nadie si algún sediento de agua y de venganza se alegrase quizá si un buen día escucha por la tele la noticia de que un río, algo crecido, inundó los recintos de la expo. No se lo tomen a mal, el hombre es débil y cae en algunas tentaciones.
Definitivamente me gusta más la otra, la de pistolas, cubos y mangueras. Y por si acaso voy a ir haciendo acopio de agua mineral embotellada, no sea que con el tiempo tengamos que lavarnos con saliva.

Legado (Autora: Tania Alegría)


Cuando me vaya, en un rincón del sótano
hallarán el arcón viejo de roble
con el modesto saldo de mis bienes,
mi legado de trastos
exento de tributos.

Nunca guardé por más de una semana
cartas de amor,
tarjetas con ausencias,
números de teléfono,
fotografías.
No encontrarán ninguna flor marchita
en las vetustas páginas de un libro
ni servilletas sucias con poemas.

En el baúl de avíos ya sin uso
hay un par de zapatos de charol
que llevaban mis pies para encontrarte
(nadie se enterará de que eran alas);
algunas joyas falsas que brillaban
como mis ojos cuando te veía;
ropas fuera de moda
en donde no verán
-porque no son palpables los recuerdos-
la impronta de tu abrazo en mis vestidos.

Insomnio


Cada noche antes de dormir escribe su nombre.

Hoy ha llenado la última pared. Ahora no puede dormir pensando dónde escribirá mañana.
(Agosto 2006)